Ver en pantalla completa
Marta Combariza. Bogotá, 1955-2022
A los 10 años Marta Combariza encuentra en la buhardilla de su casa dos cajas de oleos pertenecientes a su abuela materna, quien muere a la temprana edad de 20 años y fue alumna de Ricardo Borrero, de acuerdo con lo que en alguna oportunidad le contó su madre –aficionada también a la pintura y autora de una serie de caricaturas muy divertidas-.
Pese a que la pintura siempre ha estado presente en su vida, de hecho solían regalarle desde muy pequeña pequeñas cajas y materiales para pintar, la muerte de su pequeña hermana y aquél descubrimiento serían decisivos en su incipiente formación como artista.
Poco tiempo después sus padres dejarían que utilizara la mansarda para hacer nuevos trazos sobre paredes convertidas en lienzos donde el color estaba ausente. No quería hacer cosa distinta a la de dibujar y dibujar hasta llenar todos los espacios, de manera muy similar a lo que hacen los grafiteros; las paredes, el techo. Todo.
Vino luego la pintura al óleo y una primera explosión de color que tuvo como principal protagonista a su hermana, quizá como una forma de terapia personal que la ayudara a superar la pérdida, de acuerdo con el testimonio de la propia maestra, que para aquella época acostumbraba dibujar sobre cualquier papel mientras los temas iban cambiando: paisaje, retrato.
Por ocurrencia de sus padres la joven termina inscrita en clases con Blanca Sinisterra, y en el transcurso de unos dos años aprende a trabajar con espátula y carboncillos. Si bien se volvió costumbre obtener distinciones y reconocimientos por sus dibujos en el colegio, también le interesaban las matemáticas o la psicología, así que no resultaba evidente que se resolviera por unas u otras.
Así que aunque en principio decidiera cursar estudios de Psicopedagía para dedicarse trabajar con niños y entender su comportamiento a través del dibujo, su intenciones se vieron frustradas al no encontrar un lugar donde enseñaran semejante carrera.
De común acuerdo con su padre, decide presentarse a las facultades de Arte –en la Universidad Nacional-, y a la de Arquitectura, de tal manera que si pasaba en la primera de ellas eso sería lo que estudiaría, en medio de una expectativa muy grande.
Un año más tarde tiene a su hijo, y se dedica a sacar su carrera adelante, no contando con la serie de tropiezos que vendrán junto con los inicios de su vida profesional una vez se gradúa como Maestra en Bellas Artes con Especialización en Pintura (1981), puesto que al ser mujer, joven, artista -y por añadidura madre-, resulta difícil encontrar trabajo en cualquier parte.
Contrario a la solicitud que como maestra suele hacer a sus propios estudiantes en el sentido de buscar un referente a sus obras, aunque la artista declara en un primer momento no tenerlos –“Quizá Pablo Solano, aunque por pura emoción o afecto, aunque no creo tener un ápice de su obra”-, posteriormente menciona a Manuel Hernández, Mark Rothko o Antoni Tàpies –“formalmente me sentía muy afín a ellos y me gustaban sus obras”.
Que un artista pudiera mostrar su trabajo resultaba algo extraño en aquella época debido a que los circuitos eran muy reducidos y el ambiente cultural bastante más limitado que ahora. Combariza termina dictando clases en un colegio y asiste a algunos cursos en la Galería Témpora –primera en acoger obras de carácter abstracto-.
Los estudios de la cátedra de Historia del Arte solo llegaban hasta los años 60 y la posibilidad del encuentro desde otras miradas prácticamente no se consideraba debido a una orientación con marcado acento político.
Poco después de terminar sus estudios universitarios Combariza es convocada a hacer un remplazo para dictar cursos de pintura su alma máter, circunstancia que le permite interactuar con alumnos que prácticamente hacen parte de su misma generación.
Para aquél entonces ya había tenido su primera exposición individual en la Galería Garcés Velásquez (1981) y había sido seleccionada para una exposición colectiva en el Centro Colombo Americano sobre Arte colombiano del siglo XX (1982), cuyo trabajo fue destacado por Carlos Rojas.
A partir de su experiencia como profesora en la Universidad Nacional, Combariza alterna su trabajo como artista con una actividad como docente en las universidades Jorge Tadeo Lozano y Andes, procurando inventar maneras para sobrevivir, puesto que debido a su naturaleza y convicción personal, su obra nunca ha tenido un carácter comercial.
Los primeros trabajos son una serie de oleos blancos sobre tela con los que la artista pretende borrar su memoria y comprender el papel para entender la pintura en sí misma, junto con la expresa intención de sentir la materia y el espacio. Preocupación que será una constante a lo largo de su obra.
El Arte se convierte en una experiencia a partir de la vida –entorno y experiencias personales-, que es también una necesidad de hacer un tipo de pintura desprovista de elementos representativos, aparte de los proporcionados por la misma pintura. Una búsqueda que la conduce al lugar de inicio: cuadros de tonos blancos o colores muy sutiles; líneas y materia que son muy simples.
Tras ganar la Beca Francisco de Paula Santander (1989), otorgada por Colcultura, Combariza comienza a realizar una serie de viajes por el Valle de Tenza para pintar los cambios que percibía en el paisaje en el transcurso un año: las pinturas que usaban sus habitantes, sus artesanías y las diferentes maneras que tenían de vestirse.
Se trata de un trabajo de rigurosa observación en el que no hay un plan preconcebido, cuya dinámica volverá a repetirse en otros lugares: no saber qué se va a hacer o qué se va a mirar. Ir al lugar y percibir sin ningún tipo de ansiedad o la necesidad de encontrar una respuesta racional.
Resultado de esta experiencia es un cuaderno en el que se hace una reflexión sobre los cambios de color observados durante el año, entrelazado con fotografías de las casas y la gente que la artista observaba durante sus recorridos, junto con pequeñas acuarelas a manera de notas, testimonio de un valle ocupado por un sinfín de montañas en las que las mujeres son identificadas con las flores y los hombres con la tierra.
Combariza es invitada a presentar la exposición Un espacio dos miradas en el Museo de Arte de la Universidad Nacional, a partir de su experiencia en el Valle de Tenza: “El espacio era yo y las miradas eran hacia afuera y hacia adentro, porque como además de los viajes también tuve tiempo de soñar por un lado estaba el Valle de Tenza y por el otro los sueños”.
Complementan la muestra una serie de cuadros con los que se representaban fragmentos del paisaje de las distintas épocas del año, junto con muestras de tierra de distintos colores esparcidas por el suelo, en procura de mostrar el tiempo de labores transcurrido. Se trataba de la primera instalación que se hacía en Colombia, aunque la intención de su autora no fuera la de ser pionera en un campo más bien desconocido hasta entonces.
La información que llegaba al país en ese momento sobre lo que se hacía en otras partes del mundo era más bien poca, puesto que hasta la circulación de revistas especializadas estaba restringida y las exposiciones de artistas extranjeros brillaban por su ausencia.
Combariza prosigue con su trabajo a partir de sus sueños y se embarca en el proyecto que más tarde será conocido como Los espejos de tierra, producto de la necesidad de unir cielo y tierra -tema que será recurrente a lo largo de su obra-, como parte de una metáfora que se aparta de la noción del espejo asociado a un sentido de verdad, que la artista encuentra en realidad encuentra en la tierra: fragmentos de un cuadro eran vuelto a hacer en tierra y cerámica, material por el que la artista comienza a tomar especial interés a partir de ese momento.
“La técnica para mí no es el problema porque mis preguntas surgen de la experiencia, sin importar el medio porque unos dan muchas más posibilidades que otros. No soy fotógrafa pero cuando veo la necesidad también la utilizo”.
El interés por los sueños y el origen de las cosas la llevan a reflexionar sobre una idea que está presente en el arte precolombino y llama poderosamente su atención: la idea de la espiral es trabajada por Combariza valiéndose de la tierra y fragmentos que cada vez son más grandes.
“Cada vez que ponía una pintura me daba cuenta de la necesidad de que sucedieran cosas en la pared y entonces la pintaba de colores. Cada vez crecía más todo eso, hasta llegar a la exposición de la Garcés Velásquez que fue feroz porque al verlo en retrospectiva lo que hice fue llenar de tierra un espacio para sentirme dentro de la tierra”.
En la trayectoria de Combariza sobresale también su participación como invitada a un workshop celebrado en La Habana (Cuba), que le permite interactuar con artistas de diferentes partes del mundo quienes tenían absoluta libertad para presentar sus proyectos.
“Había un oriental que se la pasó todo el tiempo meditando en un árbol; estaba también un inglés que a las 5:00 de la mañana tomaba su carretilla para irse a construir un puente. Había una mexicana muy famosa que se dedicó a pintarnos el pelo; un cubano hacía unos puentes muy pequeños para que pudieran pasar las orishas. Yo cortaba fragmentos de pasto –había aprendido a usar la barra- que luego enrollaba a manera de tapetes”, recuerda.
A finales de 2006 participa junto con otros cinco artistas a hacer parte de la muestra Hábitat, como parte de los eventos conmemorativos de los 20 años del Museo Bolivariano en Santa Marta, donde la artista presenta la obra El jardín azul, en el que continúa trabajando esculturas con formas de iguanas.
“En alguna oportunidad me tocó trabajar en un cargo administrativo que requería estar encerrada en una oficina sin luz, con un computador que ni siquiera sabía prender. Fue una experiencia interesante pero llegué a sentirme igual que una iguana, así que al llegar a mi casa me dedicaba a hacer todo tipo de iguanas que terminaron haciendo parte de una exposición –Fragilidad- organizada por Alberto Zalamea, de la que también hacía parte una instalación de bastones de poder con pájaros en la punta”.
Más tarde, en el marco de uno de los Salones Regionales [1998] el tema de las iguanas volvería a aparecer en una instalación con la que se criticaba la manera en que se abrían las iguanas para poder sacar provecho de sus huevos.
“Hice un video con un muchacho idéntico a los que aparecían en los libros de texto sobre caníbales, al que grabé comiendo unos huevos cuya imagen intercalé con la de un caníbal, junto con una serie de cajas en las que había unas pequeñas iguanas en cerámica y acrílico que parecían transparentes porque no lograba darles el sol”.
El montaje resultó difícil de asumir por parte de la artista puesto que se produjo en medio de un momento coyuntural para el arte en Colombia, de acuerdo a una tendencia según la cual el arte debía ser para todos, por lo que la curaduría de muchas de las obras y artistas seleccionados tuvo un carácter más bien dudoso.
“Al lado de mi obra había una guitarra rota y no sé qué tipo de vestido autoría de una persona que no había estudiado, mientras que yo venía de cursar una carrera, contaba con una trayectoria y llegar a estar allí me había costado mucho trabajo. Ahora creo que eso está muy bien, pero esa primera vez resultó algo muy duro”.
El trabajo con materiales como adobes o maderas encontradas en la playa surge de su interés por recuperar algunas huellas de lo que sucedió para darles un nuevo significado. Aficionada a recoger objetos considerados como desechos por el resto delas personas, Combariza comienza a hacer uso de estas maderas en medio de la construcción de su vivienda a orillas del mar, puesto que inevitablemente comienzan a hacer parte de su entorno.
“Yo recojo los palos que me parecen a mí los huesos de los árboles, porque los identifico con los huesos de los seres humanos que bota el río, porque si trabajara con esos huesos sería una cosa macabra que no podría llegar a hacer de ninguna manera”, explica la artista, quien a partir de ese concepto trabaja sobre su propia experiencia como desplazada.
Una exposición de pequeñas casas de adobe, por ejemplo, habla sobre la destrucción producto quizá de una bomba, el inevitable paso del tiempo, o su abandono. Combariza toma algunos ladrillos de esas casas y les vuelve a dar vida. ¿Hay un sentido político en estas acciones? Puede haberlo –responde-, aunque no parte de ese punto.
“Mis obras pueden ser un reflejo de lo que sucede en la vida contemporánea, pero si me pongo a pensar en los desplazados seguramente no hubiera podido hacer nada, en la medida que ese hecho no atraviesa mi propia experiencia y más bien preferiría irme con la gente a ayudarles a construir sus casas”.
Este tipo de trabajo a partir del propio dolor de la artista es antecedido por el uso de adobes con los que construye un portal para rendir un homenaje a la memoria de su hijo, quien fallece en un accidente.
La presencia del vidrio busca emular la imagen de ventanas que miran hacia el paisaje frente a la casa, aunque de manera inesperada la humedad que ha retenido la tierra termina por dar la impresión del llanto.
“Mi hijo nace a las 3:00 a.m. y muere a las 3:00 a.m., así que a las tres de la tarde la luz atravesaba la estructura”. El hecho marca un punto de inflexión en la obra de Marta Combariza, quien de inmediato asocia este trabajo con su reciente trabajo en el Jardín Botánico de Bogotá: una casa que está dentro de la tierra, cuyos orígenes se remontan a la exposición en la Galería Garcés Velásquez.
“La tierra es un lugar de acogida, igual a una gran mamá; puede tener un sentido religioso pero también puede limitarse a los conceptos de tierra y cielo. Y ver ese cambio de perspectiva al estar dentro de la tierra resultó algo maravilloso”.
Durante el proyecto denominado Transformación, la artista trabaja a partir de la ropa de su hijo para convertirla en hilos que después serán otra cosa. Durante el periodo del duelo los objetos adquieren una connotación críptica hasta volver a ser objetos de nuevo. Todo se transforma y se convierte en otra cosa, al igual que esos ladrillos que salieron de una casa para volverse nuevas construcciones.
Luego de dictar una clase a un grupo de estudiantes vinculados al Museo de Arte de la Universidad Nacional, quienes deciden postularla para hacerse cargo del área de educación, Combariza comienza a trabajar en museo al lado de María Helena Ronderos y María Helena Bernal.
Poco tiempo después la maestra pasa a dirigir la institución –cargo en el que permanecerá por cerca de cuatro años-, además de impulsar la creación de la Maestría en museología que en aquél momento era una necesidad fundamental debido a las precariedades que tenía el país en la formación de expertos en la materia.
“Un museo es un lugar de la memoria, bien sea porque se conservan objetos de valor u otro tipo de elementos asociados a la memoria con el ánimo de ser mostrados al público. Eso es básicamente un museo, y aunque su definición también cambia con el tiempo siempre son espacios para la memoria”.
A partir de vincular al museo públicos que habían permanecido por completo ajenos a este tipo de experiencia surge el proyecto La ciudad de todos –el cual se encuentra en una fase inicial de su evolución- con el que se pretende vincular a las personas en general.
“Si yo tenía deseos alrededor de mi casa quería saber cómo serían los deseos de los demás; de manera que comenzaron a involucrarse personas y comunidades”.
~
POST COMMENTS